Perder el miedo y lanzarse al vacío en rapel extremo

Tuesday, 12 November 2019 23:01 Written by Susana Vega López

PLATIQUEMOS DE TURISMO.- Ocuilan, Edo. Méx.- Lo difícil es vencer el miedo. Lo maravilloso es ver la inmensidad. Lo atrevido es pender de una cuerda, que es la línea de tu vida en ese momento. Lo espiritual es estar de la mano y acompañado de Dios, en comunión con él y la naturaleza misma.

Sí, el miedo se siente en cada parte del cuerpo. Sin permiso trata de apoderarse de mí pero la voluntad se impone para vivir una experiencia, una aventura extrema nunca antes sentida: bajar una pared pétrea de 126 metros de altura, equivalente a un edificio como el de la Torre de Mexicana en la Ciudad de México.

La emoción de la libertad es plena y no pienso en el vacío, en el vértigo; es una prueba del carácter porque, dicen, no basta ser intrépido, se requiere de decisión y determinación para un desafío de esta magnitud, para ser uno mismo, de saber que pocos pueden ser capaces de hacer cosas que muchos no intentarían, ni siquiera lo pensarían

El temor no impide que me atreva a vivir una situación extrema de bajar una pared vertical, en dos tiempos, colgada de un lazo que, de pronto, es tu instrumento de vida y te aferras a él para lograr tu objetivo.

Durante el descenso, de pronto se pierde la pared. Estás a “plomo” y comienzas a girar. Es momento de admirar el paisaje pero debes seguir soltando la cuerda para bajar y llegar a una estrecha vereda para descansar, aunque resulta contraproducente porque aunque te sientes a salvo y recuperas el aliento, se asoma el sentimiento de temor, de desconfianza. La adrenalina se mantiene porque sabes que debes continuar, lanzarte otra vez al vacío.

Desde estas alturas, el espectáculo es grandioso. Aquí se aprecia la inmensidad del paisaje, se puede observar el vuelo majestuoso de las aves; las más comunes los zopilotes con plumaje marrón oscuro, casi negro, que planean y se pierden en el horizonte en búsqueda de animales muertos que localizan con su excelente vista y olfato.

El caudaloso río apenas se distingue en una tenue línea blanca por la espuma que produce y que se adivina por el fuerte sonido de sus aguas corrientes. El cielo, en su inmensidad te hace sentir pequeño. La pared de piedra café se muestra fuerte y los matorrales se aferran a vivir en ese sitio con el riego de la lluvia. A lo lejos se aprecié la carretera con autos que parecen de juguete por lo pequeño que se ven. Algunas personas se paran al percatarse de los intrépidos y agitan la mano para saludarte, que es correspondido y te hacen sentir valiente, atrevido y te dan más ánimos.

El aire, frío, acaricia la cara, los brazos, las piernas y los pies que comienzan a entumirse, a temblar. El sol trata de calentar el ambiente. Permea un sentimiento de fragilidad; no es cansancio es ansiedad por continuar, por terminar feliz la experiencia, por llegar a tierra firme a recuperar las fuerzas. La aventura no ha terminado, hay que volver, seguir.

Reinicio la peripecia pero esta vez no doy el paso correcto y mis pies quedan arriba, pegados a la pared, igual que todo mi cuerpo. Entonces hago una abdominal jamás practicada y logro tomar nuevamente la posición correcta. Me falta la mitad del descenso por lo que comienzo a soltar la cuerda con más energía y decisión para bajar rápido.

Al llegar a tierra firme, entonces y sólo entonces te das cuenta de lo que acabas de lograr. La recompensa no se hace esperar. Ya está lista una deliciosa comida preparada por cocineras del lugar en un comal donde se te antoja todo: las quesadillas, los tacos placeros (con chicharrón crocante), la salsa en molcajete, el agua de jamaica. Todo sale bien, gracias a Dios y al equipo de expertos.

Ya relajados, comienzan a salir los dolores de brazos y piernas, pero el alivio emocional es intenso. Cada uno del grupo que subimos comenta lo que vivió en este rapel o raspel como dice Hugo Vázquez, experimentado guía quien con su empresa Ocuiltlan te lleva con seguridad a realizar esta andanza.

 

EL COMIENZO

El frío de la mañana no se sintió apenas iniciamos a caminar para subir a lo más alto del Cerro del Tambor. Días atrás había llovido mucho por lo que el suelo estaba mojado, resbaloso. Cruzamos el arroyo sin problema alguno. Pasamos por campos con árboles de café, ciruelas, naranjas y nísperos, frutos que probamos y que resultaron tener un sabor deliciosamente dulce.

Más adelante el río estaba crecido. Tuvimos que rodear y seguir por el camino que abría con machete en mano, Hugo Vázquez, nuestro guía, pues la vegetación cerraba por completo el paso. Risitas nerviosas, resbalones, consejos de cómo atravesar el empinado camino.

Próximos a la cima, las orquídeas salían a nuestro encuentro, uno que otro colibrí aleteaba de aquí para allá. También pudimos observar hongos y hierbas comestibles y medicinales. La inevitable selfie se produjo. Todos en fila india, como lo había instruido Hugo.

Al llegar, la vista era espectacular. Ya teníamos que descender. Comenzamos a recordar lo que nos dijo en tierra firme: “deben colocar sus pies en forma de compás abierto, pegados a la pared. Nunca los junten porque perderán el equilibrio. Su cuerda de vida es muy importante que la sujeten aunque los tendremos agarrados de otra más para su seguridad”.

Ahora sí, el reto estaba enfrente. Era casi imposible desertar. Debía vencer ese temor que se quería apoderar de mí… Lo demás, ya lo saben.

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